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Los sumerios, acadios, asirios y babilonios constituyen la base humana de lo que se conoce como Mesopotamia, término griego de origen arameo que define al territorio entre el Tigris y el Éufrates, y que vio nacer a las primeras civilizaciones de la historia. En efecto, en lo que hoy en día es el actual Irak, hace más de cinco mil años, estas cuatro grandes culturas iniciaron el largo proceso civilizador que condujo a la aparición de las primeras ciudades, reinos e imperios conocidos. En medio de un mundo hecho de barro, bajo un tórrido sol y sin apenas materias primas con las que prosperar, los habitantes de la “tierra entre los ríos” lograron erigir las primeras ciudades, construir templos tan altos que, según leyenda, rozaban las nubes, y edificar suntuosos palacios que resplandecían como vergeles en medio del desierto. Pero no es por sus edificios ni por sus más famosas construcciones, recordadas por la Biblia y por los autores clásicos, por lo que resulta tan importante conocer a estas culturas, sino debido al ingenio de sus gentes, a las que les debe el surgimiento de algunos de los mayores logros culturales de la Humanidad. La escritura –con la que dejaron testimonio de las primeras epopeyas conocidas, y de sus propios miedos, esperanzas y anhelos–, el cómputo y la división del tiempo o la rueda, son todos los aspectos fundamentales para el desarrollo humano que, lejos de desaparecer transformados el polvo como sus construcciones, aun están muy presentes en el día a día de nuestras vidas. Y es precisamente esta decisiva herencia cultural la que hace que el conocimiento de las civilizaciones mesopotámicas no se convierta en algo lejano y extraño, sino, muy por el contrario en un emocionante reencuentro con nuestro pasado como hombres y mujeres civilizados.